Seguridad de Salvación

«¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica.  ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros”  (Rom 8:31-34

En lo que se refiere a la seguridad de la salvación, encontramos tristemente que la mayoría de cristianos están inseguros de la misma. La ignorancia de  las Escrituras, o una errónea aplicación de las mismas, en adición a la confusión doctrinal reinante, han popularizado la idea de una salvación en juego.  Una salvación que camina peligrosamente en la cuerda  floja de las obras humanas. Mi objetivo hoy, no es enzarzarme en  contiendas teológicas  de meras palabrerías, ni enredarme con estribillos cristianos que  dividen.  Mi empeño es que el  Espíritu Santo nos suministre una dosis de confianza en Jesucristo y su Salvación. Todo aquel que ha nacido de Dios debe gozar de esta seguridad. Los  verdaderos nacidos de Dios son aquellos que han sido engendrados por el poder y la voluntad divina, y en los cuales se ha efectuado una obra de la regeneración (Tito 3:5).

En cualquier exposición que se proponga estudiar la seguridad eterna de la salvación debe tenerse en cuenta este tema del nuevo nacimiento, que para muchos no es  familiar, sino un simple simbolismo bíblico.  El nuevo nacimiento es la primera obra de regeneración que Dios efectúa en el hombre y de la cual depende la fe, el arrepentimiento y la conversión, que son los primeros frutos de este milagro portentoso en el Espíritu.

Cuando se trata el tema de la conversión del hombre,  vemos como predomina hoy día gran confusión, y se sostienen  los puntos de vista más erróneos.  La idea popular que actualmente prevalece y que se enseña en la mayoría de las iglesias, es que el arrepentimiento es lo primero que ejecuta Dios en el hombre. Mas, lo que revela la Palabra de Dios es que si no se nace de nuevo no hay arrepentimiento. Es necesario que Dios nos dé nueva vida en Él, para poder arrepentirnos, y ver, y entrar al Reino de Dios.  Eso fue lo que Jesús le dijo a Nicodemo al responderle:  «De cierto, de cierto te digo que a menos que uno nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios»? (Juan 3:3) ¿Acaso un muerto podrá ver y escuchar? Evidentemente no.  Así también al hombre, le es necesario resucitar y nacer de nuevo, para poder empezar a vivir la vida de Dios. El nuevo nacimiento es venir a la existencia, con una nueva naturaleza y una nueva imagen, que sólo poseen los que tienen la vida de Dios.

El hombre nuevo es el mismo Dios naciendo en ti.  Así como naciste del vientre de tu madre, en la vida natural, así Dios nos engendró en su vientre, y el Espíritu Santo, vino y nos trajo esa vida en el Espíritu.  Ese nuevo ser que viene a la existencia es conforme y de acuerdo a quien lo creó, es decir a Dios.  Por eso la Escritura dice claramente: “Porque somos hechura de Dios, creados en Cristo Jesús para hacer las buenas obras que Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Efesios 2:10). Es preciso, para todo hombre, que le sea impartida una nueva naturaleza, para poder “hacer” estas buenas obras.

La Parábola del Hijo Prodigo (Lucas 15), es una bella ilustración que nos demuestra la obra integral y completa de la salvación en aquel que ha nacido de nuevo.  La relación Padre e hijo que se nos presenta es la relación de Dios con sus hijos, los elegidos.  Este hijo, se marchó de la casa y vivió perdidamente; gastó toda su herencia y finalmente cuando necesitó ayuda, todas las puertas se le cerraron. Pero un día, nos dice la Palabra, el joven «…volviendo en sí» (Luc 15:17), y se dispuso volver a la casa de su padre. En esta simple expresión se retrata el nuevo nacimiento.  Aquí  el ‘volver en sí’ significa resucitar, pasar de un estado de muerte a un estado de vida. En ese mismo instante  Dios estaba dándolo a  luz, trayéndolo a la existencia espiritual.

A partir de ese momento el hijo prodigo pudo recapacitar y pensar: «¡Cuántos jornaleros en la casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre!. . » (Luc. 15:.17) Solamente ahí tuvo capacidad de tomar la decisión de: “Me levantaré, iré a mi padre y le diré: ‘Padre, he pecado contra el cielo y ante ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros”  (Luc. 15:18).  Esta actitud equivale aquí, siguiendo nuestra comparación, al arrepentimiento.  Si él no vuelve en sí (nace de nuevo), jamás podría reconocer que estuvo equivocado (arrepentimiento) y cambiar la dirección de su vida, determinando regresar a su casa (conversión).  Nunca podría analizar la magnitud de su ofensa, ni su decisión tan deplorable si no ‘vuelve en sí’. Tampoco, un hombre natural puede buscar a Dios, si, primero, no nace de nuevo.

El evangelio enseña que el hombre no tiene capacidad de buscar a Dios, ni de creerle, ni mucho menos de seguirle, porque está muerto a la vida de Dios. El pecado hizo separación (muerte) entre Dios y los hombres.  Cristo vino a resucitar esto en el hombre.  Él, tomando la vida que procede de la resurrección, nos la trajo a nosotros. Bien decía el apóstol Pablo que el mismo poder que resucitó a Jesucristo de entre los muertos es el que vivifica y es el que ha nacido de nuevo en tu vida (Rom 8: 11).   También dice la Escritura que Cristo es la primicia de la nueva creación (Col 1:15) y esa creación ha llegado a nuestras vidas, cuando nacemos de nuevo.

Jesús enfatizó a sus discípulos:  «No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros» (Juan 15:16), y en otro lugar la Escritura reitera que Dios nos amó primero (1 Juan 4.10).  Con esto daba a entender que nadie viene a Dios, si no le es dado por Dios. Ningún hombre puede decidir amar a Dios ni reconciliarse con Él, si el Señor por su misericordia, no lo resucita primero y le da la capacidad para amar y tener fe.  Esa capacidad sólo puede ser traída por el Espíritu Santo a la vida de una persona.  Los nacidos de nuevo no son el producto de una educación religiosa, sino de un engendramiento divino.

Este proceso de regeneración llamado el nuevo nacimiento,  que Dios efectúa en nosotros, no puede ser interrumpido, y nunca va a quedar inconcluso.  Dice la Biblia que Dios te llamó porque una vez te conoció desde la eternidad. Y a los que conoció, los predestinó, luego los llamó, los justificó, los santificó, y los glorificó para que lleven la imagen de Su Hijo (Rom 8:29-30).

La ignorancia de esta verdad bíblica, ha desembocado en una inseguridad de salvación. Encontramos creyentes que un día están salvos, pero, al otro día, por cualquier problema ya creen que no.  Mas, la salvación no depende de nosotros, ha sido un regalo de Dios, y como tal, no puede ser quitada.  La salvación fue realizada por el mismo Dios quien sabía que nosotros no podíamos salvarnos a nosotros mismos, y por eso nos dio un Salvador: Jesucristo.

La santidad tampoco es un requisito para yo salvarme. Pues por no ser santo, sino un pecador, es que estaba perdido y muerto a las cosas de Dios. ¿Cómo Dios me va a exigir santidad para salvarme, si yo tengo una naturaleza carnal y pecaminosa (Rom 7:14)?  Yo no obedezco a Dios para que Él me salve, yo obedezco a Dios porque Él ya me salvó. Yo soy santo, no para que Dios me salve, sino yo soy santo, porque Dios me hizo santo en Cristo Jesús.

La razón por la cual un nacido de nuevo no se puede perderse es porque el mismo Dios efectuó su salvación. Si Dios, en su voluntad, quiso salvarte desde antes de la fundación del mundo, ¿cómo será posible que después de anotar tu nombre en el libro de la vida,  luego te borre? Esto implicaría una equivocación por parte de Dios, y estaríamos tratando con un Dios variable y cambiante.  Pero el apóstol Santiago afirma enfáticamente:  «… Dios el Padre de las luces, no cambia, y en él no hay  cambio, ni sombra de variación» (Stg 1:17). El hombre, ser imperfecto, varía sus conceptos y decisiones según sus estados de ánimo, más Dios es perfecto, Él no cambia, y todas sus obras son perfectas en gran manera.

Más algunos se preguntan:  ¿Qué de aquellos hermanos que perseveran durante un buen tiempo en la iglesia y luego se van al “mundo”?  ¿Serán salvos al final? ¿Tendrá Dios misericordia de ellos? ¿Se habrá Dios equivocado en su elección?  De ninguna manera.  Se considera a menudo que  todo aquel que viene a la iglesia automáticamente es un hijo de Dios, pero la Palabra declara que sólo los engendrados por Dios son los hijos de Dios (Juan 1:13).  Las apariencias no determinan la paternidad de Dios en una persona.  Una cosa es lo que nosotros vemos y otra la que Dios ve.

Pensemos, por ejemplo, en el hijo pródigo.  Era hijo, a pesar de su condición. A lo largo de toda la parábola siempre fue hijo, sin importar sus hechos, ni actitudes. ¿Qué estoy diciendo? ¿Que cuando este hijo andaba de juerga con sus amigos, despilfarrando el dinero de la herencia, continuaba siendo hijo del Padre? Por supuesto. Ese descarriado era hijo pese a su condición pecaminosa.  Estaba perdido en cuanto a su estado, sí, pero en cuanto a su relación era hijo legítimo de Dios.

Así, vemos creyentes que se han apartado de los caminos de Dios, alimentando los deseos de la carne y descuidando su vida espiritual. A nuestra vista, por su condición, están perdidos, pero, si esa persona ha sido engendrada y lleva el lazo indestructible de la paternidad de Dios, y su nombre ha sido escrito en el Libro de la Vida, ciertamente Dios lo salvará, no se perderá, ni vendrá a condenación alguna, aunque sea en el último aliento de su vida.

También esto nos enseña a no juzgar al ojo, ni condenar a nadie por su condición, especialmente cuando vemos prostitutas, drogadictos, etc.  Esperemos y roguemos por la intervención divina en esa vida.  Tarde o temprano Dios buscará el hijo (la nueva creación, que es Cristo en él) que depositó en esas vidas.  El diablo le destruyó a Dios al primer Adán, pero nunca va a destruir la segunda creación en Cristo. ¿Podrá Cristo morir? Indudablemente Aquel que resucitó,  vive eternamente, y nunca más morirá.  Cristo vive en nosotros, a través del nuevo hombre.  Y ese nuevo hombre, no puede morir, porque es eterno.

Cuando uso la expresión “seguridad de salvación” no estoy basando esa seguridad en nosotros mismos, sino en Aquel que comenzó la obra, el cual es fiel para terminarla en perfección (Fil 1:6).  Muchos han tranzado esta verdad. Algunos maestros de la Palabra temen que sus iglesias  se conviertan en paradores donde se distribuyen licencias para pecar a cuenta de una salvación segura en Cristo.  Pero el verdadero hijo de Dios, jamás pensaría así. Pues sabemos, como dice Juan que “todo aquel que ha nacido de Dios, no practica el pecado, pues Aquel que fue engendrado por Dios le guarda, y el maligno no le toca” (1 Juan 5:18).

Un ejemplo de esta verdad lo vemos en el apóstol Pablo quien gemía, dentro de sí,  porque quería presentarse a Dios como obrero aprobado, sin nada de qué avergonzarse (2 Ti 2:15), y su actitud no era de culpabilidad y temor, sino de deudor.  La gente de Dios quiere agradarle.  Siempre tienen un corazón dispuesto a Su voluntad. Siempre están listos para Dios, y no se quieren aprovechar de la libertad a que han sido llamados (Gal 5:13). No dirán: «Como ya estoy salvo, puedo vivir como yo quiero». Éste no es el pensamiento de un verdadero hijo de Dios. El tal que piense así, no entiende o no ha nacido de nuevo.

Para mí, como ministro de Dios, el temor de predicar esto a la iglesia queda anulado, puesto que mi mensaje está dirigido a los hijos de Dios, genuinos e íntegros. Gente segura de su llamamiento, y decididos a someterse voluntariamente a la obediencia a la Palabra de Dios. Los hombres que más entendieron la gracia, fueron los hombres que  se sintieron más deudores delante de Dios, al punto de ofrendar su vida en sacrificio por la verdad. Habiendo aclarado este punto, del nuevo nacimiento, procedemos a exponer bíblicamente la seguridad de salvación que tienen los hijos de Dios.

A esos que aman a Dios (los cuales ya aclaramos, son todos los nacidos de Dios) les acontece una secuencia de acontecimientos en cadena:  «…a los que antes conoció, también los predestinó… y a estos llamó… y los justificó… y a estos también glorificó …» (Rom 8:30).  ¿Por qué Dios usa el tiempo pasado, para referirse a un acontecimiento que ha de ejecutarse, en parte, en el futuro, ya que ninguno de nosotros hemos sido glorificados?  Evidentemente, Dios está llamando a las cosas que no son como si fueran, y para Él, por la fe, nos ve glorificados, completos en Cristo.  Esta serie de acontecimientos en cadena, son indisolubles, y han de consumarse en la vida del creyente en su totalidad.

Fijémonos en este versículo: “¿Qué, pues, diremos frente a estas cosas? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Rom 8:31). Aquí la actitud del apóstol es demandante. Nos insta a tomar una posición frente a la realidad. Cuántos hay que se ponen en contra nuestra, el diablo, las circunstancias, el pecado, la culpabilidad, la depresión, el desaliento, mi conciencia, la religión, la inseguridad, el complejo, la falta de estima propia,  etc. ¡Nada de eso, hermano!  El pueblo de Cristo debe levantarse y contestar frente al adversario: “Mi madre Eva te creyó, pero yo no cometeré el mismo error, Satanás, creeré en el testimonio que Dios me ha dado, pues escrito está:  «…que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo.  El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida» (1 Juan 5:11)”.

Dios tiene suficiente testimonio para darte amado hermano. Él dispone de un gran arsenal, úsalo y derriba todo argumento que se levante en contra de tu salvación. Echa mano de él, aférrate de su Palabra, créele a Dios, pégate a quien «…  no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿Cómo no nos dará también con él todas las cosas?»  (Ro.8.32). ¿A qué cosas se refiere el apóstol? Indudablemente a las que necesitamos para tener amplia y segura entrada en el Reino: el llamado de Dios, la predestinación, la justificación y la glorificación.  El Señor nunca desechará a sus elegidos, no esperes de Él la condenación ni la derrota.

«¿Quién acusará a los escogidos de Dios?» (Rom 8:33), pregunta el apóstol. La respuesta tácitamente es: Nadie.  Inmediatamente procede a decirnos la razón por la cual, estamos lejos de toda acusación: «Dios es el que justifica» (Rom 8:33).  Esta declaración es tan contundente que no deja lugar  a la duda  y concentra toda la salvación en una sola persona: Dios.  Esta verdad se convierte en espada de dos filos que corta toda trama que pretenda desestabilizar la plataforma segura de nuestra redención: La obra perfecta que Dios ejecutó en Jesucristo.  La fe en Cristo Jesús es el arma y escudo más poderoso que posee un cristiano.

Dios, mismo es el autor de nuestra justificación, no necesitó ayuda del hombre, para ejecutarla ni requirió de servicios “extras” en tan magna obra.  No solicitó las “buenas obras”  del hombre, ni procuró de la “fe humana”  para efectuar su salvación. De otra forma no se hubiese efectuado. Dios se valió de sí mismo.

De nuevo, se pregunta el apóstol: « ¿Quién es el que condenará?» (Rom 8:34), y la respuesta continúa siendo la misma: Nadie.  Y seguidamente nos provee una serie de razones por las cuales no seremos victimas de condenación: «Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros» (Rom 8:34).  Noten ustedes sobre cuáles cosas reposa la salvación del hombre: la muerte, la resurrección, la posición y la intercesión de Jesucristo. Estas cuatro verdades quedan establecidas como fundamentos firmes e inconmovibles, sobre las cuales se edifica la salvación de un creyente.

Y el apóstol sigue preguntando: «¿Quién nos separara del amor de Cristo?»(Rom 8:35).  Noten que Pablo aquí introduce majestuosamente en el contexto la palabra AMOR. Alabo la fina apreciación, el gesto tan glorioso del apóstol, al tener la delicadeza de relacionar la salvación con el amor, adornar a nuestro Cristo con tan sublime término. Y amados, por esa precisa razón, debe crear en nosotros tal seguridad. Nosotros somos fruto del amor de la relación del Padre y del Hijo. Por amor Cristo lavó nuestros pecados por su sangre, y por amor, sigue intercediendo por nosotros ante el trono santo del Dios Vivo.

¿Saben ustedes cuántos hay que anuncian perdición, condenación eterna y separación de Dios, para los elegidos del Padre? En cambio, si leemos discerniendo la Palabra de Dios, entenderíamos que la Biblia dice todo lo contrario. Dios promete en su Palabra: salvación, cercanía, levantamiento, triunfo, y todo eso, eternamente.  Dios sella esta seguridad anteponiendo su esencia misma que es el  amor, y éste  como la consumación misma de todas las cosas. Ese amor que Él mismo describe como el que:  «… todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta, (…) que  nunca deja ser» (1 Co 13:7-8) . El amor fue el divino motor, la musa que motivó a nuestro Dios para ejecutar y consumar tan grande salvación. Dios nos deja entrever que la salvación no fue el producto de una decisión automática y mecánica, ni una faena de orden para establecer su perfecto reinado, la salvación de Dios, nació del amor.

Con esta enorme seguridad el autor, audazmente, se atreve a  mencionar los terribles adversarios de un elegido,  desafiándolos a que martillen contra esta verdad:  «¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada, (…) la muerte, la vida, ángeles, principados, potestades, el presente, el futuro, lo alto, lo profundo y (usando un poco la imaginación, mira de reojo al diablo) ninguna cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rom 8:39) Y exclama triunfalmente:  «… en todas estas cosas, somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó» (Rom 8:37)  ¿Quién podrá vivir separado de Dios con esta verdad? ¿Cómo seremos presos de la duda, ante tan grande realidad?  El pueblo entendido no andará en inseguridad, sino avanzará a pasos agigantados, seguro de lo que Dios logró en su vida, en Jesucristo.

Consideremos ahora las garantías de esta salvación.  No en vano tres veces el apóstol Pablo ejemplifica al Espíritu Santo como las arras de nuestra salvación (2 Co 1:22; 5:5; Efe 1:14).  Esta figura es tan hermosa, que las palabras no pueden explicarla con propiedad. El término arras se define como la prenda o señal, el adelanto que se otorga en algún contrato o negocio.  Suponte que deseas comprar un auto nuevo, pero no posees el monto completo para acabar el negocio, y no quieres perder la oportunidad de adquirirlo. Así que, en promesa y garantía de que sí vas a comprarlo, dejas buena parte del dinero, como una hipoteca, y un garante de que regresarás por el auto, a expensas de perder este dinero, si no lo haces. Así de importante es el Espíritu Santo como prueba indubitable de que Dios quiere nuestra salvación.

En Efesios el apóstol nos dice: «… vosotros habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de nuestra salvación, y habiendo creído en él fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida» (Efe 1:13-14).  Dios ha sellado el contrato de salvación y ha dejado un adelanto en el  “negocio”; ha depositado el  Espíritu Santo en el corazón de sus hijos como garantía de que regresará a terminar la transacción.  Dios no dejó como prenda a un querubín, ni a un ángel, ni siquiera a un arcángel, Él delegó a la tercera persona de su Deidad ésta misión: al Espíritu Santo.

¡OH, qué gloriosa verdad, amados! Nunca antes en el Antiguo Pacto, ni en tiempo de los patriarcas,  ni con ninguno de sus profetas, jamás Dios arriesgó tanto.  ¿Osará Dios dejar de cumplir cuando ha depositado en el creyente tan valioso legado? ¿Dejará a medias el trueque? ¿Desistirá de su decisión de salvarnos, porque el hermanito se fue de la iglesia? No dude el que tal haga que el Señor recorrerá toda esta tierra y ha de rescatarlo donde quiera que se halle y será librado cualquiera sea su condición, puesto que lo que ha depositado en él es muy valioso.  Hablando figuradamente, Dios no pierde en ningún negocio, y ciertamente recuperará su inversión.

Hermanos que tu confianza y seguridad sean conforme a la grandiosidad de estas verdades.  No es justo que sus hijos anden en premura y desasosiego con respecto a su salvación, cuando ya Dios ha hecho total provisión. Tres cosas sostienen esta seguridad.  La primera lo que Dios es: El fiel y el verdadero (Apo 19:11). La segunda, lo que Dios dijo: ninguna condenación para los que están en Cristo Jesús (Rom 8:1).  Y la tercera lo que Dios ha hecho: conocerle, predestinarle, llamarle, justificarle, santificarle y glorificarle, por medio de la muerte, resurrección e intercesión de Jesucristo (Rom 8:28-39).

Amados ¿Si sonara la trompeta de redención en este mismo instante, y viéramos al Señor descender desde el cielo a recogernos, cuántos atravesarían este techo y correrían al encuentro con su Amado? Sin lugar a dudas, todos aquellos que han creído a su Salvador… Esos se irán con Él.

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