Yo Recuerdo ese día…
Yo recuerdo ese día… Era un día sombrío, porque a pesar de ser las horas tempranas del día, el cielo estaba plomizo, con nubes cargadas de agua, y grises. Lo recuerdo muy bien, porque mis estados de ánimos estaban muy ligados a los estados del tiempo y ese día me sentía desfallecer.
Me sonreí, al recordar a una de mis amadas hermanas, que si me hubiese visto así, diría: «Es que los Escorpiones son así, egoístas, sensuales, melancólicos…», y yo le agregaría: Tétricos. Caminé a la cocina para buscar algo frío. La resaca del día anterior me exigía echarle algo fresco a mi garganta. Todavía resonaban en mis oídos las tonadas de mi bachata preferida: “… medicina de amor, quiero de ti…” Mas, ese día necesitaba algo más que medicina: ¡Necesitaba la cura completa!
Mis niños no estaban en casa. Como era la primera semana de la primavera del 1996, la escuela estaba cerrada, y una tía los invitó a quedarse de fin de semana. Le dediqué un premio especial a ella, porque a pesar de tener una niña de cuatro años, se atrevía a solicitar la compañía de los míos (un varón de 4 y una hembra de 3). Así que la casa estaba dramáticamente quieta, y yo doblemente sola…
Vi unas cuantas latas de cervezas que quedaban en la nevera. El sueño me venció la noche anterior; bebía sola (ignorando las recomendaciones de mi esposo de que no lo hiciese), y no me las pude tomar todas. Tomé una lata en la mano (dicen que lo mejor para una resaca es tomarse una cerveza en ayunas), pero luego me dije, mejor no. Tomé un vaso de agua, puse el café y esperé. Me senté en la mesa de la cocina con la cabeza abajo. Sucesiones de eventos pasaban por mi mente: La discusión con mi esposo del día anterior todavía me irritaba; luego las imágenes de cuando nos conocimos; mis últimos años en Santo domingo, antes de emigrar a Nueva York; Mi carrera, -la chica exitosa que todo el mundo predecía se metería a Nueva York en un bolsillo-; Aquella que no había escatimado ninguna preparación (modelaje, locución, inglés, etc.) para ser la mejor. La destacada editora de la revista planeada para colocarse como el primer medio hispano, especializado en escritura de horóscopos, recetas para la buena suerte y reportajes esotéricos escabrosos, estaba allí…, en un miserable apartamento, sin trabajo, con dos niños que necesitan atención y cuido, y un matrimonio al borde del fracaso. ¡Tremendo sueño americano…!
Empecé a llorar. ¿No era mejor estar muerta? Los vaticinios eran que yo no tenía salida: Endeudada como estaba (el buró de crédito reportaba hasta record público), tratando de echar adelante con un marido ofuscado en un negocio que no prosperaba, viviendo en un complejo de vivienda pública, rodeada de drogas, y miserias humanas. Todo el mundo decía: ¡Pobrecita! Y muchos se ofrecían a ayudarme, claro, a mí sola –el marido siempre es un obstáculo en estos casos-. Tampoco las “cartas” auguraron un futuro más feliz, fuera de sus desaciertos, atinaron muy bien que después de una “limpia”, o una “liberación”, aún estaba “salada”, porque necesitaba más de un “trabajito”.
Era mejor estar muerta. Sentía que mi esposo no me amaba y me culpaba de todos los desaciertos en el matrimonio. Había decepcionado a mi familia, ya que no lograba hacer lo que ellos pensaban era lo mejor para mí. Muchos de las amistades que frecuentábamos ya ni nos llamaban (no hacíamos fiestas ni can ¿con qué dinero?); y los Résumé enviados a diferentes medios de comunicación, parecía que se habían desviados para la selva amazónica, con todo y los indios…
Si, yo no tenía salida. Todo el mundo me sacaba el pie. Todo se combinaba para que me sintiera más rechazada y más sola. Sola aquí o sola allá ¿qué más da? Sé que estaría sola en medio de un tumulto de gente, aunque me estrujaran y dieran contra mí. Sí, irme y no volver más. Eso quería: irme donde nadie me conociera, olvidarme de todos, empezar de nuevo o desaparecer totalmente.
¡Cualquiera se mata!, de pronto pensé. Pero, ¿cómo?, me pregunté. La pregunta no me sorprendió. Era algo que se había formulado en mi cabeza desde mi adolescencia. Muchas veces me alejaba de sitios altos porque oía una voz que me decía: «¡Tírate!». Recuerdo esa intención cuando lloraba sin ningún motivo aparente, mientras espera los momentos de entrar a la clase de costura de Sor Marina, en el balcón del Politécnico, en Santo Domingo. También del puente Mella, cuando caminábamos en grupo hacia la ciudad colonial, a comprar los materiales de la clase, en las tiendas de la calle El Conde. Igualmente, un par de años después, en los pasillos de la UASD (universidad estatal), en medio del bullicio, de facultad a facultad, en los cambios de clase. Sí, no era nada nuevo, entonces porqué pensarlo más… Pero ¿Y mis niños? ¿Qué sería de ellos? ¿Quién los cuidaría? ¿A dónde irían? ¿Qué harían sin mí?
La greca avisó que subió el café, por lo que me levanté y me serví una taza. Caminé a la sala, y sin proponérmelo hacia una de las cajas donde apilaba libros que nunca terminaba de leer. Hasta eso había cambiado en mí. Mi pasión de leer ya era historia. Esa afición que me había dado la fama de mujer “profunda”, ahora era un obstáculo en medio de tantas obligaciones. Pero, ¿qué leer? No sé. Eché a un lado el libro de “Ciudadanía Americana” (ese proyecto inconcluso: un video y un manual para aquellos que querían hacerse ciudadanos. ¡Tremendo “negociazo”! para este país plagado de inmigrantes que ruegan por una oportunidad… Pero nunca nos reunimos para hacer el demo para la TV); “English as Second Language” -los casetes estaban desparramados-, seguí buscando… Fotos por todos lados de momentos “felices” pero demasiados fugases. La pulserita del hospital del álbum de mi niña que no había compuesto (ya los recuerdos se estaban perdiendo); aquella foto del cumpleaños de mi hermana, y yo bailando el merengue “la faldita” de la Cocoband. Recuerdo que tomaron un video que todavía cautiva a mi familia, cuando -entre la algarabía de la fiesta- les bailé y traje a sus memorias nuestros momentos felices de la infancia, donde yo, la menor de cinco hermanos, los recreaba haciendo mímicas y tongoneos…
Mas, de pronto, surgió de allí, en medio del polvo de libros y papelería suelta, la carpeta negra del libro que cambió toda mi vida. Se impuso. El negro de su cubierta de vinilo brillaba más de lo acostumbrado, y la tomé en mis manos, al descuido. Mi vieja Biblia, sonreí. Me sorprendió encontrarla allí enterrada entre tantas cosas. Nunca la he mantenido abierta, empolvándose en el Salmo 91 ¿pero mezclada entre escombros? No era algo donde la hubiese destinado conscientemente. La había traído de República Dominicana. La lectura desde Génesis hasta Apocalipsis la había hecho en reiteradas ocasiones, desde mi niñez. Era en sus historias donde me había deleitado, recitando también los versículos de sus Salmos y Proverbios. Mas, hoy no… No soportaría las ínfulas de Jesús con eso del hombre perfecto, o la imposibilidad del “hay que nacer de nuevo”. Tampoco esa parábola del sembrador que tanto me entristecía, pero que siempre leía deseando ser yo la buena tierra. Y ni hablar de aquello del sermón del monte y sus bienaventuranzas. No, ¿para qué? ¿De qué me serviría en estos momentos leer un libro que veía no tenía ninguna eficacia en esta vida, sino sólo demandas? ¿Dónde ha estado Dios en medio de tanto dolor? No, no vale la pena… Hoy no.
Extendí mi mano para colocarlo en el mueble, mientras buscaba algo más interesante que leer, cuando me di cuenta que estaba con todo y libro sentada en el sofá. No reflexioné mucho de este impulso, y me quedé allí, sentada, sin saber por donde empezar. Abrí la Biblia… Pero, ¿qué leer? Me parecía un libro de fábulas todas divorciadas de mi realidad. Eso de “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar…” me daba hasta risa. Pero seguía allí, pegada a mi mano. La hojeé. Tal vez leyendo el Eclesiastés -mi libro preferido- me entretendría un tanto de esta idea mortuoria que todavía volaba sobre mi cabeza, pensé.
Entonces leí: “Vanidad de vanidades, dijo el predicador; vanidad de vanidades, todo es vanidad”. ¡Bomba! -me dije-, al fin encuentro uno que dice una gran verdad, y reí sarcástica. Seguí leyendo saltando de línea en línea, como quien repasa un discurso ya aprendido… Y fue entonces cuando estas palabras resonaron en mi mente: “… Y di mi corazón a inquirir y a buscar con sabiduría sobre todo lo que se hace debajo del cielo; este penoso trabajo dio Dios a los hijos de los hombres, para que se ocupen de él”. Una cachetada en mi cara no hubiese tenido el efecto tan fulminante que este versículo produjo en mi ser. ¡Wao! –exclamé- ¿Para eso es que estoy viva Dios mío? ¿Para eso me creaste, para considerar con sabiduría todas las penurias que el hombre pasa en la tierra y aprender? ¡¡Qué hecho yo hasta el momento, qué he hecho yo!!, exclamé.
Mi corazón se aceleraba, un cúmulo de pensamientos se agolpaban en mi mente, y eso que estaba descubriendo se me hacía difícil de entender. Las palabras resaltaban ante mis ojos, como si tuvieran vida propia, la presión en el pecho me hacía presentir que algo grande iba a suceder. Gracias a Dios que en mi familia no sufrimos de ataque cardíaco, me consolé. Una corriente de calor empezó a recorrer todo mi cuerpo, que me salía por los oídos y por los ojos. Me levanté del sillón y empecé a pasearme, no podía estar parada ni quieta. Entonces continué leyendo: “Miré todas las obras que se hacen debajo del sol; y he aquí, todo ello es vanidad y aflicción de espíritu”. No sé cuándo, pero no pude mantenerme en pie y caí de rodillas en el suelo y prorrumpí en llanto… Lloré, con llanto fuerte. Lloré con gemidos, con chillidos. Lloré desde mis entrañas, lloré con todo mi ser, ¡no podía parar! Lloré como se llora a un muerto. Lloré como el que no tiene consuelo. Lloré… Sí, lloré…
Los recuerdos volvían a mi mente, momentos críticos de mi infancia, el divorcio de mis padres, golpes, violencia doméstica, santería, espiritismo, traición, manipuleo, abusos, engaño. Los sentimientos de rechazo, de soledad oprimían mi pecho. El dolor, la infamia, la traición, mis errores imperdonables, mis grandes frustraciones, sueños fallidos, mi vida matrimonial, mi endeudamiento, el saber que no tenía salida, todo salía, a través de mis lágrimas, y a borbotones.
Abrí de nuevo la Biblia que había humedecido con mis lágrimas y bebí con avidez de nuevo sus versos. Leía rápido, como desesperada: “Me volví y vi todas las violencias que se hacen debajo del sol; y he aquí las lágrimas de los oprimidos, sin tener quien los consuele; y la fuerza estaba en la mano de sus opresores, y para ellos no había consolador”. Rompí de nuevo en llanto. ¿De dónde salían estas palabras? ¿No era esta la Biblia que me sabía de cabo a rabo? ¡Estas palabras hablan de mí! ¡Hablan de mí!, gemí. Mas, algo extraño pasaba, una presencia invisible invadía toda la casa, y a lo lejos escuchaba mis sollozos desconsolados. Sí, no estaba sola, ahora mi frente no sentía la dureza del piso de madera pulida como al principio, sino que estaba en el regazo de alguien que me daba paz. Alguien estaba conmigo ahí, en mi dolor. Sentía sus manos acariciando mis cabellos. ¡Era Jesús! ¡Era Jesús!
No sé como pude articular una palabra, pero brotó de mis labios con autonomía, y oí que dije: «Perdón». ¿Perdón?, me pregunté dudosa. Sí, me dije, ¡perdóname Señor! Algo que no puedo explicar paralizó mi cuerpo, como si en esa palabra estuviera dependiendo mi vida. Mi mente seguía bien despierta, pero a mi cuerpo le habían abandonado las fuerzas. Algo terrible fue desarraigado, porque en medio de ese dolor que partía mi corazón, sentí una gran paz. Tirada en el suelo como apaleada, pero en paz; Llorando como una bebé desesperada, pero en paz; Con la impresión de haber perdido una batalla, pero en paz; con la certeza de que ya nunca más me pertenecía, pero en paz…
No sé cuanto tiempo me quedé allí tirada, pero cuando me levanté del suelo sentía una felicidad indescriptible. Miraba alrededor y la casa que antes veía gris y opaca, ahora la veía iluminada, con colores resplandecientes. Aun las lágrimas continuaban saliendo de mis ojos ya inflamados, pero ya no lloraba, mi boca reía, y musitaba una canción. Quise entonar uno de esos himnos que aprendí en el catecismo, pero las notas salían como desafinadas y ni siquiera el breve estribillo de un “amén” pude entonar. Las había olvidado, se habían borrado de mi mente. Tosí para aclarar la garganta, necesitaba alabarle… ¡Tengo que cantar!, me decía, pero ¿qué? ¿Cuál? ¿Cómo era que decía esa de la barca que buscaba otro mar…? Iniciaba la tonada pero no conseguía terminar… Y esto sólo fue el principio de un camino que no alcanzaba a descifrar.
A partir de ese momento no fui la misma. Con los que pude me reconcilié… Y se lo decía a todos: ¡Dios es real! ¡El Señor está vivo, tal como dice Su Palabra! Se lo dije a mi esposo cuando tuve oportunidad, a mis hermanas, amigas. Quería que todos supieran que algo sobrenatural había sucedido a mi vida. Nadie me dijo lee la Biblia, o busca a Dios, pero ahí estaba yo que no podía dejar de leer las Escrituras y cada día tenía más razones para pedirle perdón y al mismo tiempo realzar su grandeza.
Yo que antes no entendía, que no veía, que no me apelaba nada de Dios ni que pensaba su intervención fuera imprescindible en mi vida, ahora, no podía estar sin Él. Algo surgía de mi ser, una convicción de que algo nació en mí, aquel día. Ya no actuaba, ni pensaba sin que mis pensamientos se fueran a Él. Anhelaba estar a solas para hablar con Dios, y ansiaba alabarle y solo quería buscarle, pues me decía: ¡Cuanto tiempo he perdido fuera de su Presencia! Si lo hubiese conocido antes…
Eso no me lo predicó alguien en la puerta, ni vino a mí porque me harté de la bachata y el regodeo. Ni siquiera porque nunca me gustaron los santos ni porque “hay que creer en algo”. ¡NOOO! Esto no es un hecho aislado ni casual, sino que Cristo es real en mi vida porque así Él lo quiso. Dios ya no es una costumbre dominical de tiempo en tiempo, o la “amada presencia Yo soy” que me enseñaron a clamar a través de vanas afirmaciones. No, es la presencia de un Dios Vivo que llena todo mi ser, que quiso manifestarse a mí, por Su gran misericordia, dándome una nueva naturaleza que cada día ahora vivo en Él.
Algunos dijeron: «¿Y qué locura se le ha metido a ésta? Una muchacha tan inteligente…». Otros: «Está tan frustrada que se ha refugiado en la religión» o «Ya ni es la sombra de lo que era antes, se le ha muerto la alegría». Mas, yo digo como dijo el ciego: “… una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo” (Juan 9:25). Y sé que este es un camino nuevo y vivo, en el que no puedo ni quiero volverme atrás.
Aquel libro que en un momento pensé eran lindos versos “inspiracionales”, ahora encuentro mi vida retratada allí, y es el mapa por donde Jesús, mi Señor, me conduce. Mi signo ya no es el Escorpión, sino la sangre de Jesucristo que me limpió de mis pecados, y las características de mi personalidad han quedado suprimidas bajo el peso enorme de un gozo perenne. Porque ahora, mi alegría no depende de mi estado de ánimo, o para suscitar la admiración de otros, sino de la paz y la seguridad en mi salvación eterna. Ya Dios no es para mí tan sólo, la lectura ocasional de un pasaje épico, de un Daniel en el foso de los leones, de una Ester en el palacio del rey Asuero, de David frente a Goliat, o los caballos del faraón ahogados en el Jordán. ¡Dios vive en mí! He nacido de nuevo y ahora no tengo una información o referencia de lo que Dios es, sino que tengo una relación con Él en la que cada día, con el Poder de Su Espíritu, Él esculpe en mi corazón su carácter revelándome a su Hijo. Desde entonces, clamo con alegría, lo que sólo Dios puede hacer, diciendo como el salmista:
“Pacientemente esperé a Jehová, Y se inclinó a mí, y oyó mi clamor. Y me hizo sacar del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso; Puso mis pies sobre peña, y enderezó mis pasos. Puso luego en mi boca cántico nuevo, alabanza a nuestro Dios.… Sacrificio y ofrenda no te agrada; Has abierto mis oídos; Holocausto y expiación no has demandado. Entonces dije: He aquí, vengo; En el rollo del libro está escrito de mí; El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, Y tu ley está en medio de mi corazón” -Salmo 40
Ayer pensé que no tenía salida, pero he visto en Su Palabra que a lo “… vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es…” (1 Corintios 1:28). En el mundo tuve aflicción, pero hoy, sólo Él me dio fe para confiar en quien ha vencido al mundo: Jesucristo. Mi vida ahora tiene sentido, pues sé quien soy en Dios. Mi fe no estriba en un positivismo ante los problemas ni en un negar mi realidad, sino en la certeza de que aún frente a la adversidad y con mis dificultades, estoy fundamentada en Cristo que me fortalece. Por tanto, ya no miro las cosas que se ven, sino las que no se ven, pues como dijo el escritor inspirado: “… las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas” (2 Corintios 4:16-18). Por tanto, no es que pretenda haberlo ya alcanzado; pero una cosa sí hago, como dijo el apóstol Pablo: “… olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Filipenses 3:13-14).
Amado/a, si te has detenido a leer este testimonio de mi vida es porque el Señor tiene el propósito de sanar también tus heridas y darte una nueva vida en Él. Este es el Evangelio de la gracia, siendo que nosotros que no teníamos nada, hemos recibido todo, porque Jesús murió por nosotros para darnos vida en abundancia. No hagas su sacrificio vano en tu vida. Ven así como estás, corre a sus brazos abiertos, descansa en Él, pues si para mí hubo una oportunidad, para ti también hay una salida. Solamente dispón tu corazón, y Él hará.
Marítza Mateo es una periodista graduada de licenciatura en Ciencias de la Comunicación Social en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), República Dominicana, de donde emigró a los Estados Unidos en la primavera del año 1990. Al llegar a la ciudad de Nueva York, contrajo matrimonio y continuó su carrera en los medios, como reportera de televisión, de un programa del Cable, de su comunidad. Así mismo, trabajó como productora y editora de otros proyectos editoriales y televisivos. Al momento de su conversión al Señor, pasó a trabajar como maestra bilingüe en el sistema de educación pública de la ciudad de Nueva York, por casi cinco años, de donde el Señor la llamó, para hacerla parte de Su propósito en las naciones de dejar un legado editorial a las generaciones futuras de lo que Dios nos ha revelado. Actualmente es una feliz madre de tres niños.
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